Un Yésero aún somnoliento acoge nuestros primeros pasos. Pocos pueblos disfrutan de una ubicación tan privilegiada, con la vista puesta hacia uno de los picos señeros de las sierras interiores como es la Peña Sabocos del precioso murallón calizo de Tendeñera.
El camino asciende por un tupido bosque de umbría, compuesto por pinos y abetos, y festoneado por un sotobosque repleto de radiantes orquídeas. Lazadas y más lazadas, con algunos tramos muy pendientes, nos dejan en el primer punto clave de la jornada: el Collado de Espierre.
Abrimos bien los ojos porque somos conscientes de estar pisando uno de los caminos de acceso al Sobrepuerto más bellos de cuantos existen. Esta vertiente norte, desafiante en invierno, es un auténtico vergel en primavera.
Nosotros somos meros animales de paso que admiramos la pureza de estos paisajes. No pretendemos ser más y bien nos vale no salirnos del guion.
Dado que el ritmo de paso es muy bueno, nos animamos a subir a la Punta Erata. Estamos a poco más de 2000 metros, pero nos sentimos en el techo de este particular mundo. El irrepetible pueblo de Otal, la telúrica ermita de San Benito de Erata, la amable Tierra de Biescas, los quebrados horizontes sureños de quejigo y boj y la contundente presencia caliza de Tendeñera, que anticipa el universo pirenaico.
Emprendemos la bajada hacia el Cuello de Otal y, posteriormente, hasta el despoblado del mismo nombre. Los pinos negros siguen remontando las empinadas praderías del puerto. El ganado vacuno de los pueblos de la redolada intenta poner freno a su ascenso, pero la presión de la mordida de los rumiantes sigue siendo insuficiente para detener su avance.
Llegamos a Otal entre bancales hace décadas incultos. La milenaria iglesia de San Miguel en primera plana, con una hilera de calles rotas, y casas despanzurradas y asfixiadas por el verde abrazo.
Tras refrescarnos bajo la sombra del fragante nogal de la plaza, con vistas hacia la única casa que se mantiene dignamente en pie, la de O Royo, reemprendemos el camino por las laderas orientales de la Erata.
Cruzamos el hilo de agua del barranco Sanchopico y, más tarde, un cauce cantarín. Al llegar al tormentoso barranco Pablo, nos topamos con el Paso de la Ripa. Siempre fue un paso delicado, así lo atestiguan los antiguos habitantes, que aseguran que ese camino, por donde incluso pasaban caballerías, se arreglaba dos veces al año. Ahora, apenas pasa una persona. El paso del tiempo, la naturaleza y sus desmanes.
Tras un breve transitar por un viejo hayedo, salimos a los dominios visuales de los antiguos pobladores de Ainielle. El collado homónimo fue y sigue siendo la inflexión de un cordal que pierde fuerza y se desploma vertiginosamente hacia ese ombligo montañoso que es Ainielle.
Se acerca la hora de comer y lo haremos en las praderas del Castillón, para luego, por A Pinosa, avanzar sin pausa hasta la Cruz de Basarán. Es lógico que cada vez los horizontes sean más despejados, más amables y menos tortuosos. Nos estamos acercando al corazón mismo de Sobrepuerto, un lugar clave desde donde acceder a todos los pueblos que componían este puzle escarpado de barrancos, collados y montañas.
Desde las alturas del Puyal vemos un Cortillas que sobrecoge. La sensación es la de haber padecido un reciente bombardeo de aviación por la cantidad de piedras desparramadas y los mínimos tejados que resisten dignamente. La ruina, junto con las notables dimensiones del pueblo, amplifican esta punzante sensación.
Llegó a tener 34 casas y un máximo poblacional de 203 habitantes, cifras sobresalientes para un pueblo aislado de montaña. Cortillas sigue perteneciendo a sus legítimos propietarios y se observan señales de esperanza en algunos rincones concretos del pueblo. El pulso de Cortillas es débil y enfermizo pero sostenido.
No puede decir lo mismo la vecina Cillas, que se ha rendido a lo inevitable. Su impronta alicaída es un reflejo anticipado de lo que será dentro de unas décadas: unos cuantos muros sin nada que sujetar y el recuerdo de que allí alguna vez hubo un pueblo.
La primera jornada termina y es hora de cenar, reír y disfrutar con ese cansancio dulce que ya es marca de la casa. Unos aguantan más que otros la noche de guitarras y bailes. Los que preferimos embutirnos pronto en nuestro saco de dormir, nos damos cuenta de que la luna brillante de esa noche nos negará el disfrute de las estrellas, pero despertará los sonidos aletargados de la fauna nocturna.
Las sempiternas cigarras estivales, el repiqueteo de los cencerros de las insomnes vacas y el ulular atávico de un autillo son los únicos sonidos que desgarran el silencio de la noche. A eso de las 4 de la mañana me despierto acalorado. Al poco rato, y mientras todo el mundo duerme profundamente, me viene a la mente ese refrán que dice que “cuando el autillo canta, ni sábana ni manta”.
Y es que el cortejo de esta pequeña rapaz coincide con las noches más cálidas del verano. Seguro que los antiguos habitantes de estas montañas lo sabían.
Comienza el segundo día
La siguiente jornada nos espera, como siempre, con caras largas y cafés largos. Debemos alcanzar Yebra de Basa y, para ello, descender primero hacia la fuente Fontanellas y seguidamente el barranco Pozino.
Nos dejamos sorprender por la exuberancia selvática del Fabar d’a Balle, un hayedo maduro que extiende sus poderosos brazos hasta las inmediaciones de Sasa de Sobrepuerto. Somos conscientes de estar pisando un territorio alejado de toda influencia humana.
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