Desde los primeros tiempos son muchos los personajes que han habitado el Pirineo. Entre ellos, destaca uno muy especial. Medio loco y medio mago, era un ser tremendamente bueno. Su nombre era Atland, y cuentan que descendía de los míticos atlantes que sostenían el mundo.
Atland vivía a las faldas de Monte Perdido, en el macizo de las Tres Serols. Humilde, llevaba una vida tranquila. Dice la leyenda que su apariencia humana era la de un anciano y que una larga barba blanca decoraba su rostro. En soledad enfrentaba las adversidades climáticas que ofrecía la montaña y era tal la admiración que sentían por él, que las gentes de los pueblos cercanos le bautizaron como «El encantador de las cumbres».
Cuenta la leyenda que los dioses habían encargado a Atland la construcción de un palacio. Un paraíso en el mundo terrenal. Y el resultado fue maravilloso. El castillo se encontraba oculto entre las nubes de las Tres Serols y grandes murallas y torreones lo protegían. Construido en roca y cristal, estaba repleto de hermosos jardines, verdes prados y airosas cascadas.
Sin embargo, el acceso hasta el palacio estaba reservado a unos pocos elegidos. Solo era visible a aquellos poseedores del don de la doble visión, y solo a lomos de un caballo alado era posible cruzar sus murallas.
Las noticias del hermoso lugar llegaron a oídos del temido y malvado gigante Netú, quien juró conquistar el preciado palacio. Cuando llegó hasta Monte Perdido no pudo encontrarlo, invisible para quienes no poseyeran un corazón puro. Netú entró en colera y sin dudarlo disparó una flecha contra Atland, quien pronto perdió la vida.
Como castigo, los dioses lanzaron un rayo contra Netú. El gigante murió y quedó sepultado entre las rocas, dando forma a la cima del Aneto. Todavía hoy cuentan que las nieves perpetuas de los glaciares pirenaicos son las blancas barbas de Atland.
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